Diciembre
Nimrod y Svletana llevan caminando semanas, puede que meses. Han escuchado decenas de idiomas. Al principio, parecidos al suyo. Luego, conforme se han ido alejando, las palabras y las estructuras se les han deshecho en la mente como las hojas caen de los árboles en otoño. Es diciembre y, al fin, llegan hasta la ciudad ajena. Los operarios están probando las luces de navidad y hay flores de pascua plantadas en cada rincón. Svletana no puede evitar que una sonrisa le ilumine el rostro. Nimrod gruñe y Svletana interpreta que el gruñido en realidad significa No te confíes, mujer.
Nimrod cojea y tiembla y tose. Svletana alza la mirada y ve las bombas y la metralla y la muerte reflejadas en las pupilas del hombre. Se arrima a él y le susurra algo al oído. A Nimrod se le cuajan de nuevo los recuerdos en los ojos. Se abren paso en forma de lágrimas a través de las mejillas y caen al suelo y estallan como bombas o como metralla. Como muerte.
Svletana aguza la mirada y se pregunta quién es Nimrod. O, mejor, quién sería antes. Se encontraron un día, en un pueblo arrasado. Ella llevaba días intentando encontrar a los suyos bajo los escombros de su casa; él caminaba medio desnudo con un niño ensangrentado entre los brazos. Un tanque abandonado, muertos en las cunetas. Cuando se vieron, hicieron lo único que parecía lógico: enterraron al niño bajo los ladrillos y cascotes que Svletana había ido sacando y se marcharon. No se conocían de nada. Tampoco se contaron sus historias. Las dejaron atrás, con la guerra.
Svletana deja que Nimrod se derrumbe en el portal de una sucursal bancaria que cerró largo tiempo atrás. Busca unos cartones y con ellos improvisa una especie de colchón. Se sienta a su lado y tararea una canción de cuna que su madre solía cantarle cuando niña. Poco a poco, Nimrod deja de temblar por el miedo. Ahora solo tiemblan, los dos, por el frío.
Para intentar conciliar el sueño, Svletana cuenta a la gente que pasa tan solo a dos metros de su guarida. Charlan y sonríen y Svletana se los imagina quitándose los abrigos en sus casas. Los imagina leyendo un cuento a los niños y éstos entrando de puntillas en los territorios del sueño. A salvo. Los transeúntes se desvanecen justo en el momento en que empiezan a convertirse en meros números. Solo entonces Svletana consigue dormirse. No sueña con el río ni con las sábanas secándose al sol, pero al menos no hay bombas ni metralla ni tampoco muere nadie.
Antes de que amanezca, nota que Nimrod se pone en pie, pero está tan cansada que vuelve a cerrar los ojos. Poco después, el trajín de la calle la despierta. Ha perdido la noción del tiempo y duda incluso de su propio nombre. Pero Svletana no tarda en volver a ser Svletana y, aterrorizada, comprueba que Nimrod no ha vuelto. El cajero inutilizado, el recodo breve de espacio que la separa del exterior, el olor a orín y a abandono cobran forma de repente.
Horas más tarde, al regresar al lugar donde pasaron la noche anterior, Svletana encuentra a Nimrod de rodillas en medio de la calle, con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Ha escrito Raphèl maì amècche zabì almi en un cartón y parece un gigante dormido. Tiene una lata delante de él. Hay una flor de pascua dentro y una moneda. Tal vez se ha vuelto loco, piensa Svletana.
Decenas de personas pasan junto a Nimrod y todas lo esquivan sin reparar en el cartel. Svletana las cuenta una a una hasta que una chica, puede que tenga quince o dieciséis años, se detiene. Llama la atención de su padre, quien niega con la cabeza y dice Vamos, Ali. Se meten en el portal junto a la sucursal de banco. No pasan ni quince minutos y la chica vuelve y cambia el cartel de Nimrod por otro.
La gente empieza a detenerse delante de Nimrod. Algunos sonríen y echan una o dos monedas.
Anochece de nuevo y Svletana se refugia en la guarida. Huele a limpio y alguien ha dejado una flor de pascua sobre los cartones. Es la primera vez que hacen noche dos veces en el mismo lugar.
Diciembre.
En la ciudad ajena.
(Publicado en Diario Jaén,
09/12/2022)