Leña mojada

Primero llega la ocurrencia, la idea. Las primeras veces sonreías cuando saltaba la chispa y mirabas alrededor para que te aplaudieran la proeza; hoy —unas cuantas publicaciones después— apenas te inmutas. Sabes que, las más de las veces, la leña va a estar mojada. Pero, chico, ponte en que tienes suerte y prende. Sabes que aquí empiezan las horas de soledad desbravando personajes y alterando tiempos narrativos, recordando y olvidando y tramando y finalizando solo para darte cuenta de que tienes que volver a empezar. El viento, la lluvia reducirán el fuego a ascuas. Lees, relees. Pules las incoherencias para llegar a la conclusión de que no lo eran y, a duras penas, regresas a la versión original. El silencio —¿hay otra manera de articular lo que tienes en la cabeza?— te convierte de nuevo en ese pálido fantasma ajeno a la realidad del día a día. Y después el proceso de edición, eterno y en bucle, las erratas que se multiplican como una plaga de cucarachas. La portada, la sinopsis. Al fin, un día, llega el libro a tus manos. Lo abres, lo hueles: es tu momento. Al fin. Visto así, todo ha merecido la pena. Pero sepan que, en cada punto de este texto, el escritor ha levantado el culo y se ha ido a currar. Porque con suerte es maestro. O camionero o repartidor. Créanme: al escritor no se le paga por escribir. Y no sé si se me entiende lo que trato de decir.

(Publicado en Diario Jaén,

23/06/2022)

Anterior
Anterior

Entrar por la secante

Siguiente
Siguiente

Seres telúricos