Año 1992: el controvertido artista británico Francis Bacon muere totalmente solo en un hospital de Madrid. En su estudio de Londres deja atrás un lienzo en blanco con unos misteriosos trazos que sugieren un nuevo motivo pictórico, basado en su referente más reconocible: el maestro Velázquez. En 2013, el anciano Cornelius Gurlitt, guardián de la colección clandestina de arte más importante conocida, recibe una última e inesperada visita, justo antes de que las autoridades alemanas entren por la fuerza en su piso de Múnich.

La piel del hipopótamo fabula con un último y desconocido tríptico en la obra de Bacon e intenta arrojar luz sobre las incógnitas de la controvertida obra del artista británico a través de un peculiar recorrido por la historia del siglo XX. Con un estilo a ratos novelesco, a ratos ensayístico, pero siempre con un ritmo frenético y alucinado, La piel del hipopótamo retrata la obsesión de la creación artística.

Caos

Londres, 1989

El taller de Francis Bacon está en el número 7 de Reece Mews. Desde la parada de metro de South Kensington solo hay que caminar un par de minutos hacia el oeste, bien por Harrington Road o por Old Brompton Road, más o menos la segunda bocacalle a la izquierda o a la derecha, respectivamente. Hoy día es una zona muy exclusiva y en ella están algunos de los alquileres más caros del mundo; de hecho, nadie está tan loco como para vender, ya que los inmuebles han triplicado su precio en los últimos diez años y se prevé que la tendencia siga al alza hasta el fin de los tiempos.

José Capello habría imaginado que un artista como Bacon pintaría en un entorno mucho más sórdido, aunque tal vez en los sesenta —época en la que se mudó allí— lo fuera, quién sabe. La fachada le sorprende por su austeridad y, sobre todo, porque posee un misterioso portón que parece no haberse abierto nunca, a juzgar por el óxido de las bisagras. A su lado, la estrecha puerta de acceso a la vivienda. Bacon la abre y casi tiene que ponerse de lado para pasar. La entrada da directamente a una pronunciada escalera que sube al piso superior y el pintor se ayuda de una cuerda con aspecto grasiento que se enhebra a través de unas pequeñas argollas en la pared.

—Espero que disculpes la descortesía de no enseñarte la vieja cuadra. No tiene mucho que ver, de todas formas. Vivo arriba.

Capello mira hacia una abertura oscura y comienza a subir detrás de Bacon; mientras lo hace tiene la sensación de estar dejando pasar una oportunidad única, como si a su espalda se quedara un tesoro fabuloso. Sin embargo, el fuerte olor a pintura y a trementina de la casa —que se va haciendo más intenso conforme llegan hasta el pequeño rellano— consigue que se olvide de esta idea. A la derecha hay una cocina muy básica con una pequeña mesa. Más allá, el baño. Si alguna vez hubo una pared entre ambas estancias, ya no existe. Por la mañana, Bacon encenderá el horno, abrirá la portezuela e invitará a que Capello se dé una ducha «con calefacción»; reirá entre dientes mientras hace unas tostadas y admira el cuerpo desnudo de José bajo el agua templada. Pero Capello aún no sabe que se va a quedar a dormir en la espartana habitación que hay a su izquierda. Lo sospecha, claro, hace mucho que dejó atrás la adolescencia y que es capaz de discernir a dónde pueden llevar las cosas. Tras la fiesta, el pintor no tuvo más que ponerse ante él y mirarlo de arriba abajo. En apenas una hora, se apresuró a coger al español del brazo y sacarlo a tirones del salón, deshaciéndose de todos los presentes con un gesto de desprecio teatral y descarado que unos se tomaron a broma y otros no tanto. A pesar de las expectativas, José —hombre culto y que siempre ha estado atento al mundo del arte— apenas se puede creer que esté en la casa de Francis Bacon.

La voz del pintor se escucha remota, tras la puerta de enfrente, donde se está poniendo cómodo: «Estaré contigo en cuanto me quite el uniforme de gala... los pies me están matando. Como si estuvieras en casa, ¿eh?». Es entonces cuando Capello repara en la tercera puerta. Está medio cerrada y apenas se puede aventurar lo que hay detrás. José vaga por la cocina unos segundos, pero no aparta la mirada de aquella puerta, que está cubierta por restregones y manchas de óleo. La tardanza del pintor provoca que su curiosidad se acreciente más y más hasta que, de repente y sin poder evitarlo, se encuentra junto a la rendija de penumbra. Sabe que no debe, pero ya es tarde para echarse atrás. Empuja la puerta ligeramente, no sin antes advertir el tacto rugoso que el óleo seco le confiere.

La habitación posee una rara pátina de oscuridad arenosa que solo puede explicarse por los terrones de luz fría y nocturna que se deshacen a través de una especie de claraboya en el techo abuhardillado. Dentro de ella cree percibir una masa informe y confusa. El caos —esto lo advierte Capello pronto— es el elemento principal de la estancia. Avanza un paso y nota que el suelo no es como el que acaba de dejar atrás. Tropieza con algo. Roza con la frente una especie de cordón metálico que cuelga del techo y que debe servir como interruptor; la mirada se encuentra con una bombilla desnuda al trasluz de la ventana. Mira hacia atrás, hacia el mundo del que procede. Duda. Acaba tirando del cordón. En cuanto las pupilas se aclimatan al estallido de luz, distingue cientos de botes llenos de pintura seca y pirámides de pinceles pinchados sobre ella formando una compleja red de hilos de óleo petrificado sobre los cientos, miles de enseres que se acumulan en el estudio del pintor: viejas cronofotografías arrancadas del libro La figura humana en movimiento, de Eadweard Muybridge, en las que se pueden apreciar sucesiones de diez a trece fotogramas de hombres con bigote corriendo desnudos o atletas también desnudos bateando con palos de críquet o mujeres desnudas con cubo subiendo escaleras o niños desnudos gateando y un largo etcétera de escenas en movimiento cuyo protagonismo, obviamente, es el cuerpo humano aunque sin connotaciones sexuales de ningún tipo; escandalosas revistas eróticas, principalmente homosexuales, de muy dudoso gusto; páginas arrancadas (de la 638 a la 685) y cogidas con un clip oxidado de la Burlington Magazine, número 125, 1983; listones de madera viejos o rotos o quebrados por doquier, algunos pegados a amasijos de papeles de periódico o trapos fosilizados; páginas y más páginas procedentes de libros de arte, entre las que José reconoce de inmediato el Retrato de Inocencio X, de Velázquez, el Autorretrato y El pintor en el camino a Tarascón, de Vincent Van Gogh, o el David, de Miguel Ángel, entre otras muchas o fragmentos de otras muchas; cajas de cartón que parecen haberse bofado por la humedad o por el tiempo, tanto da; recortes de periódicos y revistas y fotos de cadáveres o con escenas que reflejan una violencia extrema o el resultado de graves laceraciones sobre la piel humana o animal; Adolf Hitler en un púlpito arengando a las masas hipnotizadas o saludando a sus lugartenientes del partido nazi con gesto amanerado y aterrador; Pío XI o Pío XII en su despacho, sentado en una silla de trabajo; basura de todo tipo y en todo estado de descomposición; Adolf Eichmann declarando en su caja de cristal del juicio de Jerusalén en 1961; la impresionante Catedral de la luz, de Albert Speer, en el congreso nacional- socialista de Nuremberg de 1936; radiografías de cráneos y caras humanas sacadas de un libro de K. C. Clark llamado Manual de posiciones radiológicas; más fotografías en blanco y negro donde pueden contemplarse escenas de exorcismos en las que todas las personas arrojan una especie de vómito ectoplásmico por la boca; representaciones de lo que parecen distintos animales salvajes: mandriles, monos, raros lagartos ocelados de piel cuarteada y de un tono azul indefinible, lobos o perros; brochazos aleatorios en cada una de las paredes, tal vez así limpie Bacon sus pinceles o se libre de la pintura que le sobra en un gesto maniático y repetitivo, puede que incluso use la propia habitación como si fuera una paleta inmensa y el polvo y la suciedad sean también parte de sus lienzos futuros o pasados; estanterías con decenas, cientos de botes de colores desordenados; un espejo enorme y circular al fondo de la habitación, apoyado sobre una estantería y con una grieta que atraviesa la parte inferior; alambres, lápices, material de oficina; libros y más libros: de Esquilo y Eurípides, de Shakespeare, Nietzsche, Baudelaire, Dostoievski; La rama dorada, de J. G. Frazer; Rayuela, la novela de Julio Cortázar, destrozada y reducida prácticamente a los rescoldos de su capítulo 41; guantes de goma rosa, esponjas viejas. Caos, en definitiva, del que no se libran el suelo ni las paredes ni las vigas que llevan hasta el techo.

Y, en medio de todo, la telaraña de óleo seco conduce hasta un caballete. Sobre él descansa un lienzo argénteo apenas surcado por cuatro líneas curvas. José se acerca a ellas pisando con cuidado y aprecia la limpieza del trazo, la sabiduría y el empaque de la pincelada. Cree entrever lo que podría ser una figura femenina recostada sobre una especie de diván, aunque entrecierra los ojos enseguida y se pregunta cómo es posible sacar esa conclusión de unos simples trazos. Sin embargo, la mirada vuelve al lienzo, como si este fuera un potente imán y los ojos de José esferas metálicas incapaces de resistir su poder de atracción. Aquellas líneas se le incrustan en los pulmones a través de las fosas nasales, tal vez sea una sustancia venenosa inoculada en la sangre y se imagina de repente que las líneas cobran vida y reptan hasta él como si fueran serpientes o un lagarto hembra y se alojan en el cerebro y dejan sus huevos o se transforman en una planta carnívora, una nepenthe, que se lo traga de una sola dentellada y un ácido color carmesí lo va digiriendo poco a poco hasta convertirlo en un ratón sin piel.

Sacude la cabeza con un escalofrío y consigue apartar la mirada del lienzo. A la derecha del enorme caballete repara en una mesita auxiliar sobre la que hay un único libro cerrado, lo que contrasta con el desorden del resto del taller. Velázquez, catálogo completo. En el lateral sobresale una especie de marcapáginas. Abre el libro y reconoce de inmediato la Venus del espejo en la página señalada. Tras esto, coge el marcapáginas, que resulta ser una polaroid desenfocada y poco profesional. En principio, y sin que haya ningún punto de conexión, su sordidez le trae a la mente las fotografías que se manda a los familiares de los secuestrados por ETA, o tal vez los carteles que se ven en los años de lucha contra el terrorismo en los cuarteles de la Guardia Civil; estando en el Reino Unido sería mejor pensar en el IRA, se le ocurre vagamente, aunque sabe que ese razonamiento no tiene lógica. Su atención vuelve a la fotografía, en la que aparece el mismo cuadro que ha visto en el catálogo de Velázquez, la Venus, aunque en esta ocasión enmarcado y colgado sobre una pared. La imagen lo deja estupefacto. No es la reproducción del cuadro en un libro de arte, sino la fotografía de un cuadro real. ¿Acaso puede ser...?, piensa José. La memoria se activa, aunque esta vez hacia un recuerdo propio: el de las palabras de su abuela llega desde un pasado remoto, clara y nítidamente. ¡Es el cuadro!, murmura ahora en voz casi audible, tanto que teme que Francis lo haya escuchado. Mira hacia la puerta, a su espalda, pero no puede evitar demorarse un poco más. Deposita la fotografía junto a la reproducción de la Venus y juega a compararlas. Su atención recae directamente en el detalle del rostro. En la polaroid se pueden apreciar los rasgos de la cara de la mujer reflejada en el espejo, mientras que en el libro —con una calidad mucho mayor— se pierden en esa indefinición casi impresionista que el propio Velázquez quiso conferir al reflejo del cuadro. Capello siente que unas gotas de sudor frío brotan en la base del cuello. No es posible. De nuevo, la sensación de que cientos de imágenes se suceden en el interior de su cabeza. ¿Cómo demonios? No. No puede ser. Y, sin embargo, así es.

–Oh, querido... ¿no es obvio que este no es el sitio donde deberían estar los invitados?

Aquella voz arranca de cuajo a José del ensimismamiento en que anda sumido delante del lienzo y de la fotografía que hay en la mesita junto a él. La pregunta tiene un tono truculento ante el que no sabe cómo reaccionar. Se siente como un niño al que acaban de sorprender en un lugar prohibido. Sin embargo, no mueve un músculo, como si quisiera aferrarse a las líneas del cuadro y a los cendales del descubrimiento todo el tiempo que pudiese. El pintor, cuya amenazante sombra se proyecta sobre la pared como la de un murciélago, se apresura entonces a pasar por delante del joven y cubre con una sábana y gesto melodramático —aunque tranquilo y reposado a la vez, lo cual es aún más desconcertante— el boceto que ha conseguido hipnotizar a Capello. También se apresura a arrebatarle la fotografía con la reproducción de la Venus en el espejo y a enterrarla entre las páginas del libro de Velázquez, que cierra con brutalidad. Pero no es lo suficientemente rápido. No puede impedir que José se percate de una inscripción en el dorso de la polaroid: «Colección Schwabing. Garantizado 100% Velázquez – Gurlitt». Capello frunce el ceño: aquella foto no es de un cuadro falso. Es la otra Venus de Velázquez. Idéntica, salvo por un detalle: el rostro en el espejo. Y es una casualidad que José sea quien es y sepa lo que sabe. Su mente viaja a mil revoluciones por segundo hasta las viejas historias sobre el abuelo Thobias, que siempre había tomado como cuentos de ciencia ficción.

Sin embargo, la interrupción del pintor ha provocado que el hilo de sus pensamientos se disuelva en la nada. Aún entre los ecos de su voz profunda y el aire provocado por la sábana recién extendida, Bacon ya está descorchando la primera botella de champán de la noche. Luego, otra pregunta. Mismo tono, como si no hubiera olvidado la escena anterior.

–Al menos espero que tú no seas de los que se suicidan, José.

Capello tiene que repetir para sí mismo cada una de las palabras para poder captar un poco de su sentido. A pesar de tomarse el tiempo necesario, es imposible que Capello comprenda todo lo que hay tras ellas; mucho menos, sin conocer los detalles que marcaron la fascinante vida del pintor. A lo largo de los años que vendrían, José irá capturando vivencias, gestos y conversaciones que le ayudarán a entender este tipo de mensajes y comportamientos. Así, podrá ir colocando algunas de las piezas del enigmático puzle que resultó ser Francis Bacon, desde el presente hasta sus inicios como decorador de interiores y pintor surrealista de escasa proyección. Antes de eso, incluso. Quién sabe si alguna vez llegará a entender de dónde procede todo.

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